Construir al otro a la medida de lo que uno es capaz de atacar, constituye esa falacia del hombre de paja tan usada, y tan antigua, al mismo tiempo.
Acabo de dar con una nota titulada La doble moral de los inventores del ciberpatrullaje de Ricardo Ragendorfer, escritor y periodista, publicada en el medio financiado por el kirchnerismo: Tiempo Argentino. Como la nota tiene referencias directas a mi persona y a una columna de mi autoría publicada en PanAm Post, quisiera usar las siguientes líneas a modo de respuesta.
En su escrito, Ragendorfer argumenta, en una palabra, que aquellos que hoy se quejan del llamado «ciberpatrullaje” eran (y algunos son todavía) fervientes macristas que hicieron la vista gorda cuando Cambiemos gobernaba. Por alguna falta total de profesionalidad periodística, me mete en una bolsa de la que no formo parte: no soy macrista, no fui macrista, voté por Macri en la segunda vuelta del 2015, y nunca más. Ni siquiera voté por sus candidatos legislativos. Como una persona de derecha que soy, no puedo permitirme apoyar a progresistas culposos, centristas de buenos modales, acobardados y sin ideales, que terminaron de entregar la cultura, con moño, a la izquierda.
Pero este error de Ragendorfer es meramente anecdótico. Construir al otro a la medida de lo que uno es capaz de atacar, constituye esa falacia del hombre de paja tan usada, y tan antigua, al mismo tiempo. Falacia que habla de las propias incapacidades, cuando es desenmascarada, que evidencia la impotencia que está en la raíz del engaño en cuestión. No hay que dar demasiadas vueltas a esto, simplemente tornarlo visible.
Lo que sí merece mayor atención es el “argumento” que se utiliza puntualmente en mi contra. Ragendorfer se escandaliza, en concreto, con mi nota titulada El poder en tiempos de pandemia, publicada en marzo en PanAm Post. Pero tras su escándalo, en rigor, no hay argumento alguno. Por eso las comillas precedentes. Presento a continuación el párrafo que me dedica:
“Una muestra palmaria de dicha retórica lo encarna el politólogo Agustín Laje, una promesa liberal de ultraderecha al que la mayoría de los nombrados suele leer. El tipo acaba de publicar un artículo titulado El poder en tiempos de pandemia; allí desarrolla, a propósito de la política oficial para frenar la circulación del Covid-19, una pintoresca ensoñación teórica sobre la ‘sociedad disciplinaria’. A tal fin no le tembló el pulso al basar su hipótesis en el libro Vigilar y castigar de Foucault. Ni al citar nada menos que el post scriptum sobre las sociedades de control, de Gilles Deleuze, uno de los ideólogos del Mayo Francés”.
Agradezco lo de “ultraderecha”. Pintoresco, por cierto, aquello de “el tipo”. Pero, al margen de adjetivos y formalidades, debo decir que me escandaliza su escándalo. Y me escandaliza no por el escándalo en sí mismo, sino porque lo escandaloso borra de un plumazo todo vestigio argumentativo. El escándalo es permisible, pues, cuando deviene de un argumento; al contrario, cuando se agota en sí mismo, es signo palmario de ignorancia. “No le tembló el pulso” en citar a Foucault; ¡ni siquiera a Deleuze! Ragendorfer se parece a los niños, con sus berrinches de “¡mío, mío, mío!”. Foucault, Deleuze, estrellitas de la izquierda francesa y afrancesada, ¿cómo no te tiembla el pulso, maldito ultraderechista, al citarlos?
He aquí todo lo que Ragendorfer puede ofrecer: un lloriqueo estéril, infantil y, sobre todo, ignorante. ¿Pero por qué “ignorante”? Porque si hubiera estudiado a Foucault, “su Foucault”, por empezar, conocería la cuarta indicación metodológica que el mismo Foucault anota en el primer tomo de su Historia de la sexualidad: “Regla de la polivalencia táctica de los discursos”: no hay lugares privilegiados para el discurso. El discurso no tiene dueño. Sirve a veces a unas tácticas y estrategias, a veces a otras. Un mismo discurso puede, según el contexto, inscribirse en un punto específico de las relaciones de poder, o bien en otro totalmente distinto: “el discurso transporta y produce poder: lo refuerza, pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y permite detenerlo”, dice Foucault.
¿Quién dijo entonces que el propio saber de Foucault, que en tanto que saber no deja de estar atravesado por el poder, no puede volverse un punto de soporte, en algunas cuestiones al menos, para esa “ultraderecha” que según Ragendorfer yo represento? Allí donde Ragendorfer patalea diciendo “¡mío, mío, mío!”, Foucault dice: de nadie. No porque él mismo no haya tomado partido (que sin lugar a dudas lo tomó, y no por nada es uno de los padres de la Nueva Izquierda), sino porque, en rigor, los discursos, como articulación de saber y poder, no tienen dueño (cuarta proposición sobre el poder de Foucault en el mismo libro: el poder es intencional, pero no subjetivo).
En definitiva, allí donde Ragendorfer hace su berrinche, y lo pretende un argumento, habría que decirle: déjese de lloriqueos, y empiece por leer y estudiar aquello que reclama como propio.